MANUEL
Manuel, nuestro nieto, a quien tanto y con tanta ilusión esperábamos, nació hace cuatro meses y medio, para ser exacto, el 14 de octubre del año pasado.
No he hablado de él aún porque quería acostumbrarme a su presencia entre nosotros, quería hacerme a la idea: una nueva criatura en nuestra familia, un chiquitín (enorme de tamaño) que ya nos mira, se fija, sonríe; naturalmente, llora con desesperación cuando quiere comer y lo desea con bastante frecuencia. Pero no es un niño llorón, todo lo contrario, es un niño feliz, se le ve así, optimista, contento, alegre, en suma, que de vez en cuando reclama su condumio.
Así que ya está aquí, viviendo su vida, a su aire, muy pendiente de su madre. Me he fijado en ello: ambos se contemplan como extasiados, no apartan la vista, el uno de su madre y la madre de su bebé, como si un imán imaginario les tuviera prendidos entre ellos. Y eso se llama AMOR, ese amor innato que no se acabará nunca, que permanecerá cosido a sus corazones eternamente; porque ese amor ha nacido del otro gran amor que en su día brotó de sus padres y que perdura.
¡Qué hermoso es asistir a este milagro de la naturaleza y de los espíritus! ¡Qué gran alegría pensar que uno mismo es también origen de esta hermosura!
Gracias, Dios mío, porque nos has bendecido con la llegada a nosotros de Manuel
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